“El
desierto crece”
Friedrich
Nietzsche
En
Jauja, sobre el final de la película, se observa a una niña europea, del
presente, que despierta de un sueño. Recién en este momento (y en una de las
posibles interpretaciones del guión), el espectador comprende que ha estado participando
de las imágenes de ese sueño.
En la
historia principal que ocupa casi la totalidad de la película, o lo que esas
imágenes soñadas narraban, la niña se veía a sí misma recorriendo el sur
argentino junto a su padre (Viggo Mortensen) en la última mitad del siglo XIX,
en plena conquista del desierto.
Después
los sucesos se desencadenaban y, a lo mejor como un reflejo inconsciente de sus
deseos escondidos, la niña se escapaba junto al soldado que la tenía enamorada.
Una vez
muerto éste, ella se pierde, sola, en la inmensidad patagónica. Es entonces cuando el
padre va en su búsqueda contra la advertencia de la tropa: mucha otra gente se ha
perdido en el desierto y esas personas jamás han regresado a la civilización.
La
frontera es aquel sitio que separa lo uno de lo otro. Sólo que esa separación
nunca es rígida y continua. Es más bien laxa, porosa, permeable.
(En la
argentina de aquellos años existía una frontera, tierra adentro, que imponía un
límite a la amenaza indígena. Límite poroso, según se acaba de afirmar, tanto
para un lado como para el otro.
En términos simbólicos, la
civilización, que quedaba interrumpida más allá de la zanja de Alsina y su línea de fortines, muy bien podría representar el cosmos, el orden, lo
conocido, la construcción racional del hombre; mientras que el caos, lo sin forma, lo
irracional estaría representado por la inmensidad del desierto).
En esa
frontera transcurre Jauja, en su multiplicidad de lecturas. No sólo en la
frontera entre la civilización y el desierto sino en todas las fronteras que
separan lo de acá de lo del otro lado.
En
Jauja hay quienes desafían al desierto y se van más allá de los límites
(racionales). Lo irracional, entonces, en cualquiera de sus formas, para ellos,
deja de ser una posibilidad remota y se transforma en un hecho.
La
frontera entre la realidad y el sueño (dicho en referencia a la niña europea
que despierta) también puede ser permeable, difícil de cerrar. Tal es así que a
uno de sus bellos perros europeos le aparece la misma herida que tuviera igual
perro en su sueño patagónico ¿O acaso es el mismo perro del sueño que se ha
quedado de este lado?
Además,
y pensando el tiempo -al decir de Fontán- como un remolino, la niña encuentra en el parque de su casa, en el presente,
un soldadito de plomo en perfecto estado. Es el mismo soldadito que se ha visto, viejo y herrumbrado, en la historia soñada. Luego, aquello que, en orden cronológico, debería estar primero termina apareciendo después (al soldadito se lo ve viejo en el pasado y reluciente en el presente).
La niña,
para terminar, lo arroja al estanque. Y el soldadito reaparece en el pasado, en
aquel remoto confín del mundo, con los mismos personajes. Para volver a
empezar.