Don Diego de Zama mira el horizonte, camina
por la playa. Un poco más allá juegan unos niños. De pronto se escuchan algunas
risas. Dichas risas despiertan la atención del corregidor español que rápidamente
se desprende de sus pensamientos y sube por los médanos hasta encontrar su
origen. Se trata de un grupo de mujeres, naturales del lugar, nativas de esa
América profunda en la que Zama presta servicios a la corona, que, reunidas bajo el sol, cubren sus cuerpos
desnudos con la arcilla mojada de la playa.
Don
Diego, desde la altura, desde su situación de privilegio, las mira al resguardo
de unas matas. De pronto una de esas mujeres repara en la presencia del hombre
y al grito de “mirón” comienza a subir la cuesta para increparlo. Zama,
descubierto, emprende la huida pero la mujer no tarda en alcanzarlo y tironea
de sus ropas, lo retiene. A Zama no le queda más remedio que volverse y
enfrentarla. Forcejea con ella y, finalmente, la abofetea. El sujeto que mira (Zama/el
español) se separa violentamente del objeto mirado (la nativa/el nuevo mundo).
Dicha acción no es gratuita, marca una ruptura. De allí en más Zama se sentirá
prisionero de esa porción de tierra americana en la que ha sido nombrado
corregidor, de las cuales empieza a sentirse completamente separado, y esperará
con ansias su traslado a un lugar más amigable e incluso añorará el regreso al
continente europeo.
También el espectador es un sujeto que desde
una situación de privilegio (la butaca de una sala de cine) mira un objeto en
apariencia inerte: la película Zama.
También, como el personaje, asiste a la
función motivado por la curiosidad y, por qué no, en busca de gozo. Entonces,
la palabra “mirón” también tiene al
espectador como destinatario.
Sin embargo, el objeto mirado, informa Lucrecia
Martel a partir de esa ruptura, será esquivo. Zama, la película, es una cachetada
que separa, distancia, extraña y llena de perplejidad al espectador.
Continuará…
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